Es sábado, suena el despertador casi a la misma hora que el resto de la semana, me voy a clase, me aburro, me sorprende ver por la ventana que hay vida los sábados por la mañana, salimos al descanso, me río con la que estoy segura que será mi compi de master, como en los anteriores lo fueron Esther y Silvia. Llega la hora, un fin de semana menos, camino disfrutando de los últimos retazos de verano, hablo con mi madre y me dice cosas que me hacen aumentar un par de tallas (lo que me faltaba). El chico sin nombre me espera para llevarme a casa, comemos, echo la siesta, me levanto catatónica, es la noche en blanco, me proponen ir a un concierto en lavapiés, me lo pienso, vuelven a proponerme ir al concierto, me lo pienso, suena el teléfono de nuevo y me convencen para que salga del letargo y disfrute de la noche de sábado.
Me activo, me voy a lavapiés, buscamos la plaza del concierto, cuando la encontramos ya no hay concierto, me reencuentro con el amigo que siempre me regaña porque no nos vemos tanto como antes, me reprende por haberle quedado tirado la última vez, nos tomamos una copi, se reorganiza el grupo y decidimos pasar de noche en blanco e ir a tomarla a malasaña. Llegamos al bar, nos encontramos con el chico con el que una vez fuimos a Londres casi sin dormir y que ahora duerme con otra amiga. Entramos, bebemos, nos presentamos, nos reimos, pedimos otra copa, cantamos canciones de ayer, bailamos, una más, el verdadero reencuentro en la escalera del baño, otra más. Cambiamos de bar, llegamos al Barco y en la barra conozco un uruguayo que nos presenta a su amigo italiano que finalmente acompaña a mi querida amiga, que tiene debilidad por los procedentes de ese país y que ahora no se acuerda como empezó todo.
Las luces de ese bar, como tantas otras veces, nos invitan a irnos a casa, esta vez hago caso, nos despedimos y no recuerdo muy bien como (por algo era la noche en blanco) conseguimos regresar y allí empieza otra fiesta, pero eso es otra historia.